En la mesa de los venezolanos

En la terraza de un café se reunen un grupo de unos ocho o diez venezolanos. Entre todos ellos piden uno o dos cafés para que no los corran de la terraza. Aprovechan todos para cargar su celular, conectarse a la red y mandar algún mensaje a su familia.

La vida no los ha tratado muy bien. Uno de ellos vende cigarros sueltos. Otro intenta vender chocolates que casi nadie compra. Casi todos trabajan repartiendo comida, así que esperan a que les llegue un pedido a su celular para lanzarse corriendo en medio de la tormenta. Han recorrido kilómetros para llegar hasta aquí. Esos venezolanos, todos ellos hombres de entre 25 y 45 años, están a cientos de kilómetros de su país, pues acá se vive mejor que allá.
Con algo de suerte encontrarán un trabajo de mesero o en algún hotel.

En medio de la tormenta, una señora con un bebé en los brazos se acerca a la terraza del café. Pasa entre las mesas pidiendo dinero para comer y para pagar un hostal donde dormir. Ya es tarde. El frío y la tormenta hacen una noche imposible para ella y para su bebé. Todos los comensales la ignoran. Todos los clientes del café la ven como una interrupción a su conversación, como un estorbo. Pagan cuatro o cinco dólares por un café, pero no sueltan una moneda por nada y por nadie. Ella pasa entre las mesas con cara de preocupación. A esta hora, ya solo está abierto este café en la Plaza Foch.

Pasa entre diez o quince mesas y nadie la voltea ni a ver. Nadie se inmuta con su presencia. Con sus necesidades. Con su desesperación. Finalmente, ya para salir del café y sin haber conseguido un solo centavo, se acerca a la mesa de los venezolanos. Con esos chicos que tampoco tienen mucho. No toma ni un minuto su conversación. El chico que vende cigarros, saca dos dólares de su monedero. Le tomará unas horas reponer esa donación. Los otros sacan monedas y le dan un poco de comida. Uno de los dos cafés que habían pedido fue para la señora también. Le dan recomendaciones. Le señalan dónde hay un hostal barato en La Mariscal donde puede conseguir un baño con agua caliente.

Ellos, que también han sufrido el frío y las tormentas de Quito, entendieron perfectamente la desolación de la señora. 

Los demás clientes de ese costoso café ni nos imaginamos lo que es dormir bajo la lluvia y el frío. Ni tenemos idea de lo que es no tener dónde dormir o qué comer. Ni estamos dispuestos a ayudar a una persona que no tiene nada más que lo que trae cargando. 

De las diez o quince mesas que estaban en la terraza, la señora encontró compasión y empatía solo en una: en la mesa de los venezolanos.

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Regresé a Plaza Foch. Sabía que los venezolanos estarían ahí, en el café de siempre, en la mesa de siempre. Cuando pasas suficiente tiempo en una ciudad, empiezas a reconocer a las personas que forman parte del vecindario: a la chica que hace ejercicio, al repartidor que espera un pedido o al chico que vende cigarros. Las caras dejan de ser anónimas.

¿Me puedo sentar con ustedes? les pregunté, acercándome una silla. Yo estaba nervioso. Ellos, sorprendidos. En la mesa había solo un café que habían pedido hace varias horas y el vaso lo utilizaban ya como cenicero. Hace unos días pasó una señora con un bebé en los brazos -empecé a narrar la historia- y ustedes fueron los únicos de todo este café que tuvieron la generosidad de ayudarla.

Tal vez no lo recuerdan pero… Jefferson, el chico que estaba frente a mí, le dice al de junto “Marica, ella sí que no tenía nada”, con un gesto de tristeza. Me dio gusto escuchar esa frase. Significa que no es habitual que pase una chica helando con un bebé escurriendo en lluvia y que la gente del café ni se inmute. No es la escena que se vive a diario en Quito.

Me fueron platicando brevemente sus historias. Llegué a Ecuador a repartir volantes, dijo Camilo. Yo a vender cigarros, dijo Óscar, pero ya me va mejor pues soy repartidor. No me había equivocado hace unos días: todos ellos eran de Venezuela. Todos con historias complejas. ¿Y por qué escogieron Ecuador? Les pregunté. Para estar tan cerca de casa como sea posible y regresar tan pronto como se pueda. Estar lejos de la familia, pega, pero pega más la miseria.

Yo les narré mi versión de la historia. Lo que vi esa noche. Lo que escribí. Y les leí algunas de las muchas respuestas que recibí. Hay personas que se conmovieron y sintieron orgullo ustedes, los venezolanos de Plaza Foch. Ellos escucharon contentos. Ayudaron a la chica solo por altruismo. Por empatía. No esperaban reconocimiento alguno. Cuando hay que ayudar, hay que ayudar, dijo Alexander. Así somos los hermanos venezolanos.

Y estos son esos hermanos venezolanos (de derecha a izquierda y el tiempo que llevan lejos de su país): José Manuel (4 años), Camilo (5 años), José (4 años), Jefferson (2 meses), Óscar (3 años) y Alexander (4 años). A ellos: ¡muchas gracias!.

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