Recibí tu llamada el sábado en la mañana. Me dijiste, con una voz nerviosa, que tú tenías mi celular; ¡qué sorpresa fue para mi recibir esa llamada! Lo daba por muerto desde el jueves en la noche. Ese día tú te me robaste mi teléfono -o te lo encontraste- y lo apagaste inmediatamente; desde ese momento pude adivinar que tu intención no era que yo recuperara mi aparato, sino que tú obtuvieras algún beneficio.
Al teléfono, lo primero que me pediste fue la recompensa por mi celular. Te había mandado mensajes al celular y cada vez que lo prendías te aparecía un número y un letrero de “Recompensa, este aparato a ti ya no te sirve”. Desde que borré el celular de manera remota, para ti no era más que un pisapapeles. Gracias a las maravillas de la tecnología, pude ver que durante el viernes apagaste y prendiste varias veces mi teléfono y además en diferentes lugares; la primera vez que lo hiciste, estoy seguro por lo temprano que era, lo prendiste en tu casa. Al ver tu casa, a juzgar sólo por la fachada, entendí que era una cuestión financiera; con mi aparato viste la oportunidad de llevarte algo de dinero. Estoy convencido de que la ética queda en un segundo plano cuando el hambre y la pobreza están primero – gracias, Maslow. Me tomé mucho tiempo en recorrer la manzana en la que vives y analizar tu entorno: vives en uno de los barrios más humildes de esta ciudad. Por fin se dónde vive un criminal, pensé.
Te moviste el mismo viernes por varios puntos de la ciudad. Podría hasta decirte la ruta que hiciste: en cada punto fuiste prendiendo mi celular, buscando si alguien te lo podía desbloquear. Pasaste por Tepito, por algunas estaciones de Metro y finalmente, el mismo viernes, te vi a sólo una cuadra de mi trabajo. Nervioso, pensé que correría a buscarte ¡tú tienes mi celular!. En ese momento en la tarde del viernes, decidí que era mejor dejarte ir; ¿cómo voy a encarar a un criminal?
Ese sábado al teléfono, interesado en la recompensa que obtendrías, ¿dónde vives? tuviste el descaro de preguntarme. Ya parece que te daré mi dirección, a ti, que no sólo decidiste robarme, sino que apagaste el aparato. Te ofrecí la recompensa desde el viernes, pero tal vez, para evitar el riesgo de enfrentarme o para obtener un mayor beneficio, buscaste desbloquearlo… ¿por qué me marcaste hasta el sábado, si la recompensa te la ofrecí 20 horas antes? ¿por qué te esperaste tanto tiempo? De seguro intentabas diferentes combinaciones de contraseña, tal vez alguna pega.
Tu y yo quedamos en esa llamada de vernos en el Ángel de la Independencia; yo escogí el lugar: público, abierto, cerca de mi casa y con oportunidad para despistarte, en caso de que me quisieras seguir. A las once en punto, me dijiste, y ahí estuve esperando, sólo esperando. Nunca antes me había encarado con un criminal. Nunca antes le había puesto cara a un delincuente, como tú. Esperándote reflexionaba sobre lo que me habías dicho al teléfono: ¡Nada de policías! tú tienes que llegar sólo. ¡Nada de que yo te robé! a ti se te cayó tu celular; yo sólo vi la oportunidad y la tomé. Me describiste el lugar en el que encontraste mi celular y lo creo. Creo que tú no me robaste directamente mi celular, pero para mi, tú si eres un delincuente. Tú viste, en la Glorieta de la Cibeles, cuándo se me cayó mi celular y en lugar de avisarme, cruzaste los dedos esperando que ni yo, ni las personas con las que estaba, nos diéramos cuenta. Oportunidades para devolverme el celular las habías tenido desde el jueves, pero fue hasta el sábado que me buscaste. Pues para mi, tú eres un delincuente por omisión.
No llegué sólo; me acompañó a esa glorieta mi hermano. Se sentó lejos, para que no me vieras con alguien, pero yo no estaba sólo. Nerviosos, los dos, nos veíamos y nos hacíamos señas, deseando tranquilidad. Los minutos pasaron y los nervios aumentaron. Me temblaban las manos y sentía la boca seca; el hecho de pensar que me iba a enfrentar con un criminal me ponía realmente nervioso. Tal vez descubriste alguna forma de sacar datos de mi celular, tal vez te interesaba la información que tengo de mi trabajo, tal vez obtuviste mi dirección y ahora sabías que mi casa estaba vacía; yo le daba muchas vueltas al asunto.
Llegaron dos sujetos en una motoneta y se estacionaron al lado de mi hermano. ¡Qué lástima! pensé: tú no vienes sólo y además eres de esos criminales sobre ruedas. Se sentaron en la misma banca en la que, desde lejos, mi hermano me esperaba. ¿Y para qué lo traje, para qué estoy exponiendo a mi hermano a esta clase de personas? ¿todo por un celular, que ni estoy seguro que me vas a devolver?. Yo ya me había arrepentido, pero seguía esperándote, al menos a que me marcaras. Los sujetos no se movían, tal vez estudiaban la zona o tal vez esperaban a que alguno de los dos, mi hermano o yo nos moviéramos primero. Sudaba, pero no del calor, sino del miedo. Mi hermano y yo expuestos.
¿Por qué escogí el Ángel, uno de los lugares que más me gusta de mi ciudad? ahora, cada vez que pase por aquí, veré tu cara y la pesadilla por la que me estabas haciendo pasar. Nos mirábamos mi hermano y yo, nerviosos y a la espera de lo que hicieran estos sujetos. Sonó entonces el número al que me habías marcado. De nuevo, escuchaba tu voz, que ya me parecía nerviosa. Me percaté, desde que recibí esa llamada, que los sujetos que estaban sentados junto a mi hermano, no tenían nada que ver; ninguno de ellos estaba con un teléfono en la mano, haciendo esa llamada que yo recibía. Te contesté, nervioso como pude, y lo primero que preguntaste es cómo iba vestido. No reparé en decirte otra cosa más que la verdad. Me dijiste, con una voz igual de nerviosa que la mía, que me veías en un puesto de revistas. Insistí en que te veía en dónde estaba yo, a la vista de mi hermano, pero no te convencí. Accedí a verte del otro lado. Le hice señas a mi hermano para avisarle que nuestro encuentro sería del otro lado de la glorieta y mientras tanto, yo caminé hacía nuestro punto de reunión.
Me acercaba a la zona que me dijiste y a cada una de las personas les veía cara de delincuente: de seguro es ese tipo que está ahí parado; no, de seguro es ese señor con uniforme de policía; no, de seguro son esa pareja los que me robaron, ¡malditos!. Todos en ese momento eran posibles victimarios y mientras más me acercaba, más me temblaban las piernas, pensando en que tal vez estaba llegando a la boca de la cueva. ¿Por qué cambiaste el lugar? ¿Por qué me insististe tanto en que no nos viéramos en el punto que yo escogí? esos 38 largos minutos que te tuve que esperar sólo hicieron más grande mi expectativa y mis nervios y tal vez a ti te sirvieron para analizarme a mi y a la zona.
Llegué, finalmente, al puesto de revistas en el que tú supuestamente estabas. Una mezcla de sentimientos y emociones indescriptible. Vería por primera vez la mirada de un criminal. Una parte de mi sentía mucho miedo, pero la otra sentía ira y coraje. ¿Por qué te tengo que dar una recompensa por algo que es mío? ¿por qué me robaste? ¿por qué eres un delincuente?. Tú, además, sabías cómo iba vestido, pero yo no sabía nada de tu atuendo. Para mi, podías ser cualquiera. Tú me habías identificado, tal vez desde hacía varios minutos y no sólo por mi ropa, sino por que, según tu versión, tú viste cuándo se me cayó mi celular. Tú ya sabías quién era yo: me sentí vulnerable. Mi único alivio era pensar que mi hermano, mi sólido pilar, estaba a unos metros de mi.
Amigo, tú perdiste tu celular- me dijiste y por fin te pude ver. Tenías una sonrisa apacible, te veías calmado pues me viste llegar sólo, sin policías. Con tus más de sesenta años y el pelo cano, descubrí en ti una mirada entre nerviosismo y pena. Sabías que lo que estabas haciendo era incorrecto, que llevabas varias horas actuando mal, pero que el dinero es dinero. Puedo asegurarte que no tienes la facha de un delincuente, ni de un malhechor, es más, ni siquiera la de un oportunista, sino la de un necesitado. Te imaginé en tu casa -de la cual conozco perfectamente la fachada- o en tu trabajo de franelero de la Cibeles, con un tesoro en las manos y el rompecabezas se completó. Creo que muchos, en una situación de necesidad como la tuya, hubieran hecho lo mismo. Sentí mucha calma de verte, tan frágil y nervioso como yo me sentía, con mi celular. Intercambiamos nuestros apreciados tesoros: tu me diste mi celular, pero también me diste seguridad -tú, de seguro, no me ibas a seguir- y yo a ti te entregué dinero, pero también te entregué tu libertad -yo no te iba a perseguir- y así, los dos, nos alejamos.
Mientras me alejaba de ti, con mi celular en las manos, pasé junto a la glorieta del Ángel y sonreí. Todo era tan sencillo: tú sólo querías dinero y yo sólo quería mi teléfono. Ahora, esa glorieta representa para mi un lugar aún más especial. Después de esos 38 largos minutos, todo volvió a la normalidad.
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